Diecisiete años. Diecisiete años que me han servido para
aprender que si quieres sobrevivir a esta constante lucha llamada vida hay que
echarle “huevos”. Hay que ser decidido, hay que ir a por todas. Para encontrar
la felicidad hay que aprender a vivir ligeros, las mínimas preocupaciones, las
máximas ilusiones… Ilusión por seguir, por superarte, por querer más, por amar…
Día tras día disfrutando de los pequeños placeres de la vida, con una sonrisa
en la cara y apartando las lágrimas. La vida es dura, sí, pero también nosotros
elegimos cual es nuestro camino. Cuánto queremos sufrir o cuánto queremos
aprovechar cada amanecer de un nuevo día. El que busca, encuentra. El que da,
recibe. El mejor arte para proseguir nuestra guerra personal es la
improvisación. Es la manera que más se disfruta y en la que más se valora.
He aprendido que los valores son muy importantes. Ser
agradecido, ser sincero o buena persona te puede llevar lejos siempre que sepas
cómo usar esos dones. De nada sirve enfadarse con uno mismo por los errores,
solo hay que aprender de ellos, no repetirlos, ser un poco más inteligente.
Pero sobre todo, lo que más valoro yo y siendo consciente que esto lo estoy
escribiendo en uno de mis ataques de nostalgia, optimismo y en una buena época
de mi adolescencia, es el amor. Oh, sí, otro texto de amor. Me da igual.
Un
abrazo que te haga sentir chiquitita, que te haga sentir segura, que te
demuestre que no estás sola… ¿cuántas veces he soñado por uno así? ¿Un puto
abrazo que te haga sentir todas las sensaciones maravillosas que pueden
existir? Sí, uno de esos abrazos en los que no hacen falta palabras para
demostrarlo todo. Supongo que soy una ñoña… pero yo siempre he soñado con un
beso bajo la lluvia, una rosa por San Valentín… una sonrisa cada mañana…una carta
para el recuerdo...
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