Sublime exactitud es con la que recuerdo el primer día que
te conocí, fue la primera página de mi libro, el libro de mi vida, pues lo
nuestro era un amor contemplativo, no correspondido, donde yo lo daba todo, y
tú solo huías.
Recuerdo que era un día de verano y una monumental nevada
cubría incluso mi cintura, impidiéndome deambular, como solía hacer. Sin
embargo, seguí. Recuerdo que ese día el sol salió por el oeste y que las hojas
de los árboles caían y reposaban sobre la nieve, incendiándola, creando un
inefable clima de belleza.
Recuerdo al viento silbar, y una melodía melodiosa sonar, y
parecía vivir un sueño proveniente de tu inexistente existencia, de tu efímera
esencia. Muchos dicen triunfantes haberte experimentado, pero yo nunca había
sentido tu presencia. Peculiar era tu manera de manifestarte, distinta en cada
persona. O quizá era que cada individuo te percibía según sus emociones.
Siempre oí que los pequeños detalles, los imperceptibles
estímulos, las ínfimas sensaciones son las que te guardan en el lugar más
recóndito de su alma. Pero nunca les creí. O más bien nunca quise creerles. Y
ahora te necesito, te extraño, te añoro, querida Felicidad, imprescindible
sentimiento.
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